Enriquillo Sánchez
Sociedad y Lectura
El libro, como siempre, sigue siendo una mercancía
revolucionaria. Las revoluciones son primero librescas o no son. Están lejanos
los días en que las novelas no entraban, sino clandestinamente, al Nuevo Mundo.
La sabiduría de la Corona
era larga y precisa. El Quijote tuvo durante mucho tiempo impedimento de
entrada, y estuvo bien: era contagioso. El libro posee un valor como mercancía
y otro valor, intangible, indefinible, que es su valor cultural, ese festín de
los críticos. Pero siempre fuimos lectores, en la menesterosidad áulica de los
siglos coloniales.
La contrarreforma era un estilo de lectura, porque el
censor inquisitorial es un lector furioso, que luego, simplemente, niega a los
otros su propio paraíso. Quemaban a un hombre o quemaban un libro: era lo
mismo, por lo menos en el sentido de Whitman.
Ahora, en nuestra actualidad de conversiones e
indigencias (pienso en soledad Álvarez), no tenemos una política de lectura.
Sin embargo, la
Comisión Organizadora Permanente de la Feria Nacional del
Libro ha decidido proponer al país una aventura desconocida hasta hoy: la
aventura del libro. El doctor Amaro tiene la decisión tomada, aunque no se hace
mayores ilusiones, porque sabe cuán bajos son nuestros índices, sobre todo
comparados con el resto del mundo. Esa decisión nos hacía falta.
Pensamos en el Almirante como marino avezado, pero no
recordamos que nació como lector. Colon fue, primero que todo, un lector.
Duarte también. Todo lo que somos hoy es consecuencia, en gran medida, de esos
dos ávidos lectores. Uno leía el Imago Mundi y el otro a Rousseau, entre los
que media un abismo, pero en resumidas cuentas crearon mundos a partir de sus
lecturas. Manuel Rodríguez Objío, que es uno de nuestros más ardientes
próceres, leía a Esproceda, y René del Risco, tan joven como él y como él tan
entrañablemente desaforado, leía a Neruda. No importa. Un libro los alimentaba.
El niño lector es el autentico futuro-si podemos
pretender un futuro, algo que sea más que la continuación monda y lironda del
presente de los dominicanos. Cuando la pasión nace en la infancia, no se apaga
jamás. Necesitamos niños lectores (y niños cantores) como necesitamos puentes y
zona franca.
Ya existen los libros de la marginación y de la
periferia. Los venden como aguacate o rábanos en la Abraham Lincoln
con Bolívar y en la
Abrahán Lincoln con 27. Está bien, aunque sea una ilusión
óptica. La venta de ciertos best sellers es una operación cosmético. No
enjuicio, que quede claro, los títulos en venta. Hablo del hecho económico y de
su marginalidad, con el perdón de Hernando de Soto, a quien tengo pendiente a
pesar de estos encomios.
Si el universo es un libro, la patria lo es también.
Esa lluvia mansa que algunos llevan en el corazón como un anacronismo que quizá
resista el cable y la sociedad de consumo tiene sus espejos más altos en
ciertos libros amables. Están heridos, pero están ahí.
No hablan las lenguas de la posmodernidad, pero hablan
un lenguaje derrotado que a veces brilla en los más modestos detalles, sin los
cuales seríamos otra cosa, distinta de la que somos a pesar de nosotros mismos.
Repetir un lugar común es útil, a veces. Me permito
repetirlo: sin libros no habrá desarrollo ni modernización. Deberíamos comenzar
por escribir un libro sobre este tema esplendido. Los empresarios audaces que
tenemos ya en número considerable podrían patrocinar un estudio sobre la
relación entre lectura y producción de bienes y servicios. Así de escueto, así
de ambicioso. La eficacia de los lugares comunes es que sean cada vez más
comunes, si son buenos lugares comunes…
La vida es un hábito. Tenemos el hábito de morir y el
hábito de esperar. Nos hemos habituado a nosotros, tal vez por cansancio, y nos
hemos habituado a los demás. El libro es el único hábito que despierta. Puede
ser una revolución permanente, aunque Trotski no sea ya el incendio bermejo y
generoso que fue en otros días (en otros libros).
Tomado del El Siglo, 13 de Octubre de 1989
0 comentarios:
Publicar un comentario