BIENES CULTURALES

miércoles, 2 de mayo de 2012

Enriquillo Sánchez








Sociedad y Lectura
El libro, como siempre, sigue siendo una mercancía revolucionaria. Las revoluciones son primero librescas o no son. Están lejanos los días en que las novelas no entraban, sino clandestinamente, al Nuevo Mundo. La sabiduría de la Corona era larga y precisa. El Quijote tuvo durante mucho tiempo impedimento de entrada, y estuvo bien: era contagioso. El libro posee un valor como mercancía y otro valor, intangible, indefinible, que es su valor cultural, ese festín de los críticos. Pero siempre fuimos lectores, en la menesterosidad áulica de los siglos coloniales.
La contrarreforma era un estilo de lectura, porque el censor inquisitorial es un lector furioso, que luego, simplemente, niega a los otros su propio paraíso. Quemaban a un hombre o quemaban un libro: era lo mismo, por lo menos en el sentido de Whitman.
Ahora, en nuestra actualidad de conversiones e indigencias (pienso en soledad Álvarez), no tenemos una política de lectura. Sin embargo, la Comisión Organizadora Permanente de la Feria Nacional del Libro ha decidido proponer al país una aventura desconocida hasta hoy: la aventura del libro. El doctor Amaro tiene la decisión tomada, aunque no se hace mayores ilusiones, porque sabe cuán bajos son nuestros índices, sobre todo comparados con el resto del mundo. Esa decisión nos hacía falta.
Pensamos en el Almirante como marino avezado, pero no recordamos que nació como lector. Colon fue, primero que todo, un lector. Duarte también. Todo lo que somos hoy es consecuencia, en gran medida, de esos dos ávidos lectores. Uno leía el Imago Mundi y el otro a Rousseau, entre los que media un abismo, pero en resumidas cuentas crearon mundos a partir de sus lecturas. Manuel Rodríguez Objío, que es uno de nuestros más ardientes próceres, leía a Esproceda, y René del Risco, tan joven como él y como él tan entrañablemente desaforado, leía a Neruda. No importa. Un libro los alimentaba.
El niño lector es el autentico futuro-si podemos pretender un futuro, algo que sea más que la continuación monda y lironda del presente de los dominicanos. Cuando la pasión nace en la infancia, no se apaga jamás. Necesitamos niños lectores (y niños cantores) como necesitamos puentes y zona franca.
Ya existen los libros de la marginación y de la periferia. Los venden como aguacate o rábanos en la Abraham Lincoln con Bolívar y en la Abrahán Lincoln con 27. Está bien, aunque sea una ilusión óptica. La venta de ciertos best sellers es una operación cosmético. No enjuicio, que quede claro, los títulos en venta. Hablo del hecho económico y de su marginalidad, con el perdón de Hernando de Soto, a quien tengo pendiente a pesar de estos encomios.
Si el universo es un libro, la patria lo es también. Esa lluvia mansa que algunos llevan en el corazón como un anacronismo que quizá resista el cable y la sociedad de consumo tiene sus espejos más altos en ciertos libros amables. Están heridos, pero están ahí.
No hablan las lenguas de la posmodernidad, pero hablan un lenguaje derrotado que a veces brilla en los más modestos detalles, sin los cuales seríamos otra cosa, distinta de la que somos a pesar de nosotros mismos.
Repetir un lugar común es útil, a veces. Me permito repetirlo: sin libros no habrá desarrollo ni modernización. Deberíamos comenzar por escribir un libro sobre este tema esplendido. Los empresarios audaces que tenemos ya en número considerable podrían patrocinar un estudio sobre la relación entre lectura y producción de bienes y servicios. Así de escueto, así de ambicioso. La eficacia de los lugares comunes es que sean cada vez más comunes, si son buenos lugares comunes…
La vida es un hábito. Tenemos el hábito de morir y el hábito de esperar. Nos hemos habituado a nosotros, tal vez por cansancio, y nos hemos habituado a los demás. El libro es el único hábito que despierta. Puede ser una revolución permanente, aunque Trotski no sea ya el incendio bermejo y generoso que fue en otros días (en otros libros).
Tomado del El Siglo, 13 de Octubre de 1989

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